Jesús estaba enseñando, y, como de costumbre, otros, además de sus discípulos, se habían congregado a su alrededor. Hablara a sus discípulos de las escenas en las cuales ellos tomarían pronto una parte. Debían proclamar las verdades a ellos confiadas, y serían llevados a conflictos con los dominadores de este mundo. Por causa de él serían llevados ante tribunales, y ante magistrados y reyes. El les prometió que recibirían tal sabiduría que ninguno los podría contradecir. Sus palabras, que conmovían los corazones de la multitud y confundían a sus astutos adversarios, testificaban del poder de aquel Espíritu que prometió a sus seguidores.
Había muchos, sin embargo, que deseban la gracia del cielo únicamente para satisfacer sus propósitos egoístas. Reconocían el maravilloso poder de Cristo al exponer la verdad con una luz clara. Oyeron la promesa hecha a sus seguidores de que les sería dada sabiduría especial para hablar ante gobernantes y magistrados. (Luc. 12:11, 12). ¿No les concedería también su poder para provecho material?
«Le dijo uno de la multitud: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia.» (Luc. 12:13). Por medio de Moisés, Dios había dado instrucciones en cuanto a la transmisión de la herencia. El primogénito recibía una doble porción de la propiedad del padre, mientras que los hermanos menores se debían repartir partes iguales (Deut. 21:17). Este hombre juzga que su hermano le ha usurpado la herencia. Sus esfuerzos fracasaron en conseguir lo que considera como suyo; pero obtendrá seguramente su propósito si Cristo interviniese. Había oído las conmovedoras súplicas de Cristo, y sus solemnes denuncias contra los escribas y fariseos. Si palabras con tanta autoridad fueran dirigidas a este hermano, no osaría rehusarle su parte.
En medio de la solemne instrucción que Cristo había dado, este hombre reveló su disposición egoísta. Podía apreciar la habilidad del Señor, la cual iba a obrar en beneficio de sus asuntos materiales, pero las verdades espirituales no le habían impresionado la mente y el corazón. La obtención de la herencia era su tema absorbente. Jesús, el Rey de gloria, que era rico, pero que por nuestra causa se hizo pobre, le estaba abriendo los tesoros del amor divino. El Espíritu Santo estaba suplicándole que fuese un heredero de la «herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos» (1 Pedro 1:4) El había visto las evidencia del amor de Cristo. Ahora tenía la oportunidad de hablar al gran Maestro, de expresar el deseo más elevado de su corazón. Pero sus ojos estaban fijos en la Tierra. No vió la corona sobre su cabeza. Como Simón el mago, consideró el don de Dios como un medio de obtener ganancia material.
La misión del Salvador en la tierra se acercaba a su fin. Faltaban pocos meses para completar lo que había venido a hacer para establecer el reino de su gracia. Sin embargo, la codicia humana intentaba apartarlo de su obra, para solucionar la disputa por un pedazo de tierra. Pero Jesús no podía ser desviado de su misión. Su respuesta fue: «Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?» (Luc. 12:14) Jesús hubiera podido decirle a ese hombre lo que era justo. Sabía quién tenía el derecho en el caso, pero los hermanos discutían porque ambos eran codiciosos. Cristo dijo claramente que su ocupación no era arreglar disputas de esta clase. Su venida tenía otro fin: predicar el Evangelio y así despertar en los hombres el sentido de las realidades eternas.
En la actitud de Cristo en este caso hay una lección para todos los que ministran en su nombre. Cuando él envió a los doce, les dijo: «Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia.» (Mat. 10:7, 8). Ellos no habían de arreglar los asuntos temporales de la gente. Su obra era persuadir a los hombres a reconciliarse con Dios. En esta obra estribaba su poder de bendecir a la humanidad. El único remedio para los pecados y dolores de los hombres es Cristo. Únicamente el Evangelio de su gracia puede curar los males que azotan a la sociedad.
La injusticia del rico hacia el pobre, el odio del pobre hacia el rico, tienen su raíz en el egoísmo, el cual puede extirparse únicamente por la sumisión a Cristo. Solamente él da un nuevo corazón de amor en lugar del corazón egoísta de pecado. Prediquen los siervos de Cristo el Evangelio con el Espíritu enviado desde el cielo, y como Cristo trabajen por el beneficio de los hombres. Entonces se manifestarán, en la bendición y la elevación de la humanidad, resultados que sería totalmente imposible alcanzar por el poder humano.
Nuestro Señor atacó la raíz del asunto que perturbaba a este interrogador, y la raíz de todas las disputas similares, diciendo: «Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee.»
«También les refirió una parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.» (Lucas 12:16-21)
Daniel Alejandro Flores