La adoración se trata sencillamente del valor. La definición más sencilla que puedo ofrecer es esta: La adoración es nuestra respuesta a lo que más valoramos. Es por eso que la adoración es esa cosa que hacemos todos. Es nuestra esencia misma en cualquier día dado. La adoración tiene que ver con decir: «Esta persona, esta cosa, esta experiencia (este lo que sea) es lo que más me importa… es la cosa de supremo valor en mi vida». Esa «cosa» quizá sea una relación. Un sueño. Una posición. Una condición social. Algo de tu propiedad. Un nombre. Un empleo. Algún tipo de placer. Le llames como le llames, esta «cosa» es lo que has concluido en tu corazón que es lo que tiene más valor para ti. Y lo que sea que tiene mayor valor para ti es, lo adivinaste, lo que adoras.
La adoración es, en esencia, declarar lo que más valoramos. Como resultado, la adoración estimula nuestras acciones, convirtiéndose en la fuerza motriz de todo lo que hacemos y no hablamos solo de la gente religiosa. El cristiano. El que va a la iglesia entre nosotros. Nos referimos a todo el mundo del planeta tierra. Una multitud de almas que proclaman con cada aliento lo que es digno de su afecto, de su fidelidad. Proclamando a cada paso qué adoran.
Algunos de nosotros asistimos a la iglesia de la esquina profesando adorar al Dios vivo por sobre todas las cosas. Otros, que pocas veces ponen un pie en la puerta de la iglesia, dirían que adorar no es parte de su vida porque no son «religiosos». Sin embargo, todo el mundo tiene un altar. Y todo altar tiene un trono.
Así que, ¿cómo sabes dónde adorar y qué adorar? Es fácil. Solo sigue el rastro de tu tiempo, tu afecto, tu energía, tu dinero y tu fidelidad. Al final del sendero encontrarás un trono; y lo que sea, o quien sea que esté en ese trono, es lo que más vale para ti. En ese trono está lo que adoras.
Seguro, no muchos de nosotros andamos por ahí diciendo: «¡Yo adoro mis cosas. Adoro mi empleo. Adoro este placer. La adoro a ella. Adoro mi cuerpo. ¡Me adoro a m!’».
Con todo, el rastro nunca miente. Es posible que digamos que valoramos esta o aquella cosa más que cualquier otra, pero el volumen de nuestras acciones habla más alto que nuestras palabras. Al final, nuestra adoración es más sobre lo que hacemos que lo que decimos.
Todos adoramos siempre algo. ¿Y sabes qué? Somos en verdad buenos en eso. Si lo piensas, la historia no ha conocido escasez de adoración. La vida de la humanidad está llena de billones de pequeños ídolos. Toda cultura, en cada rincón de la tierra, de todas las edades ha tenido sus dioses. Solo viaja alrededor del mundo y observa la adoración. Estudia las grandes civilizaciones y explora sus templos. La pregunta obligatoria para mí es: «¿Por qué?». ¿Por qué ansiamos algo para adorar? ¿Por qué nos atrae un ídolo tras otro de forma tan insaciable, necesitando con desesperación algo para defender, algo para exaltar, algo para adorar? ¿Cómo sabemos con seguridad que algunas cosas son más importantes que otras, más dignas de adoración? ¿Cómo sabemos siquiera que existen el mérito, la belleza, el valor?
Pienso que esto se debe a que nos diseñaron de esa manera. Nos hicieron para Dios. La Biblia lo dice de esta manera: Todas las cosas se han creado por medio de Él; y todas las cosas se hicieron para Él. Dios te creó. Ycomo si eso fuera poco, también te creó para Él. Como resultado, existe un radiocompás interno remachado en lo más hondo de tu alma que ansía de forma perpetua a su Hacedor. Un imán interno dirigido hacia Dios, halando tu ser hacia Él. Con la imagen de Dios impresa, sabemos que hay alguien al cual unirnos, alguien con quien encajamos, alguien a quien pertenecemos, en alguna parte que llamamos hogar. Es por eso que salimos del vientre equipados para la conectividad con Dios con la preconexión para la adoración. Y es por eso que, desde la más temprana edad, comenzamos a adorar.
Del libro «Mi respirar», Louie Giglio