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Dios había hablado cosas buenas sobre el pueblo de Israel y prometió darles la tierra de Canaán como su herencia. Sin embargo, ellos confiaron más en sus propios miedos que en Dios.

Confiaron más en la comodidad de la esclavitud que en la esperanza de vivir como reyes y sacerdotes. A pesar de que Dios les había prometido su propia tierra, ellos deshicieron sus promesas no solo por su falta de fe sino también por las palabras que pronunciaron. Que no suceda así contigo.

En sus murmuraciones contra Moisés y Aarón, la comunidad decía: «¡Cómo quisiéramos haber muerto en Egipto! ¡Más nos valdría morir en este desierto! ¿Para qué nos ha traído el Señor a esta tierra? ¿Para morir atravesados por la espada, y que nuestras esposas y nuestros niños se conviertan en botín de guerra? ¿No sería mejor que volviéramos a Egipto?».
—Números 14:2–3

Padre, que las palabras de mi boca y la meditación de mi corazón sean gratas delante de ti. No temeré al nuevo territorio porque fui llamado a influenciar a otros. Me comprometo a llevar tu luz como agente de cambio en el mundo. Decreto y declaro que confío en ti y que no dudo. No cuestionaré lo que me has dicho porque tu Palabra es verdad. En el nombre de Jesús, amén.

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